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La princesa que hizo del mundo su Reino




Érase una vez, en un pueblecito donde los sueños se mezclaban con la vida vivida, una princesa de largos cabellos, piel aterciopelada y un manto de perlas blancas por sonrisa. Nació y se crió en esta tierra de nevadas montañas; la misma tierra donde las playas veían nacer a los pingüinos almohadillados y los bosques del norte jugaban con los monos culiflojos. Sus gentes eran apasionadas, sangre albiceleste corría por sus venas, y sus hogares siempre tenían las puertas abiertas. Podría decirse sin miedo a equivocarse que aquel era un lugar tocado por la mano divina y campeón en los placeres humanos.


La infancia de Pin, así se llamaba la princesa, fue tan feliz como comprometida. Rodeada de una familia hermosa, ella era la mayor de tres hermanos y desde muy pequeña hizo las veces de hija, hermana y madre. Cuidaba igual que ella era cuidada, mas, cuando quería descansar de las responsabilidades para con su familia y simplemente ser “la preferida”, había un refugio al que siempre acudir. Las tardes después del colegio, andaba con su mochila, su diadema y su inocente flequillo, hacia el restorán de su abuela. Se sentaba en una silla, junto al telégrafo, y se dedicaba a observar. En el entretiempo un regalito rico acompañado de alguna que otra caricia estaban asegurados. Le encantaba ver cómo los clientes hacían y deshacían, cómo se servían los platos y cómo disfrutaban todos los allí presentes del momento compartido. Si tenía ocasión, se escurría hasta la cocina y aprendía de la maestra. Reina en su día, su legado llenó muchos estómagos y su pasión por la comida inspiró a los futuros artistas. La relación entre ambas era muy especial, el ciclo generacional empezaba y acababa en ellas.


Los años escolares fueron sucediéndose uno tras otro, marzo cerraba el verano y abría las puertas a los estudiantes. Entonces se vivían todas las aventuras habidas y por haber. Juegos de pelotas, palos y patines; revistas importadas desde el otro lado del océano; festivales de baile y amigas que siempre quedarían. La niña poco a poco fue convirtiéndose en adolescente y la adolecente en una bonita joven, carismática y portadora de un corazón lleno de amor.


Cuando tuvo la edad y la independencia, la princesa recorrió su tierra y visitó sus gentes. Su inquietud la llevó también a salir de su Reino y explorar los Reinos vecinos, descubriendo cuán distintas y al mismo tiempo parecidas eran todas aquellas personas que encontraba en su camino. Las relaciones que continuaba desarrollando eran cada vez más sólidas; los amigos eran más amigos y los amores más amores. Y como princesa que era, con el mismo afán con el que viajaba, trabajaba para construir la autonomía que le permitiera seguir decidiendo por ella misma. Se fue convirtiendo, sin saberlo, en una mujer que necesitaba expandir sus fronteras y así llegó el día en que Pin abandonó el castillo de los Reyes para emanciparse en una casita vecina de su primer amor. Compartieron buenos años, juntas pero no revueltas, abuela y nieta terminaron de encontrarse y terminaron por despedirse.


El adiós fue un billete y el billete unas islas perdidas. La princesa dejó de ser la princesa del Reino. Se llevó a su gente en una maleta dejando atrás todo lo conocido para embarcarse en una aventura hacia lo que estaba por llegar. Vivió dos años en aquel paraíso de templadas estaciones y tranquilas jornadas. Allí tuvo la oportunidad de conocerse en profundidad, de quererse, reafirmarse y disfrutar de lo simple. Acostumbrada a su Reino, a los carruajes apresurados y los caminos empedrados llenos de transeúntes, manejar a través de aquellos senderos al borde de los altos desfiladeros era toda una experiencia para ella. Durante aquel tiempo descubrió y saboreó la sencillez de la felicidad.


Mas como en toda buena historia, cuando la aventura parecía no ofrecer desafío alguno, el confort viose sacudido por lo inesperado y el destino palpitante de nuestra protagonista volvió a llamar a la puerta de su casa. Esta vez en forma de huracán. Un tornado que se llevó todo lo que tenía y dejó a la princesa de nuevo en la casilla de salida. Con poco más que una valija tuvo la necesidad de reemprender la marcha y, gracias al dedicado trabajo que venía haciendo en su laburo, el camino le llevó a la capital del mundo. Nada más y nada menos que al Reino de los Reinos.


Llegó por unos meses, sin idea de que sería de ella y, una vez más, con la suya como única compañía conocida. En esta ocasión, la princesa sí conocía aquellas tierras, de niña viajó alguna que otra vez acompañando a la Reina. Siempre le había fascinando la magnitud de las construcciones y la cantidad de posibilidades con las que se encontraba a cada paso que daba. Paredes pintadas con colores alocados, gentes de todas partes del mundo y la vestimenta más vanguardista continuamente en movimiento.


Contrariamente a lo vivido, los primeros dos años no fueron fáciles, nada que ver con la idea que traía en su cabeza. A sus ojos aquella era una jungla decorada con papel de regalo y luces fulgentes. Mucho trabajó y poco espacio encontró para hacer nuevos amigos. Todos parecían tener prioridades y ninguna de ellas era conocer gente nueva. La cultura del gran Reino era muy diferente a lo que ella estaba acostumbrada. Además, el idioma también era otro y esto no ayudaba a poder desplegar su extenso recital de chascarrillos y palabras sinceras que tan buenos resultados le habían dado hasta la fecha.


Fueron días, semanas y meses de desasosiego y pensamientos evasivos, pero el abrazo cálido y protector de su abuela una vez más le envolvió en la distancia y, finalmente, le animó a seguir creyendo. Sabiéndose arropada y a través de una nueva mirada, más segura y receptiva, no tardaron en llegar momentos mágicos y personas queridas, construyendo día a día la que más tarde sería su propia comunidad. Encontró amigas del alma con las que podía compartir sus miedos y alegrías con una taza de té caliente, se enamoró de un príncipe de cabellos plateados y juntos se quisieron con el corazón desnudo, apostó por su pasión y la compartió con el mundo; y allí, en el epicentro de lo conocido, fue donde terminase convirtiéndose en la Reina que estaba destinada a ser. Una mujer sensible e inteligente, fuerte y humilde, trabajadora y disfrutona, sincera con el mundo y con ella misma. Una mujer que se amaba y desde ese amor se entregaba.


La princesa Pin siguió viajando, conociendo, riendo y amando. Más aventuras se vinieron en adelante, dejando parte de su ser en muchos corazones que siempre la llevaban consigo allá donde fueran. Cuando llegó su momento, la princesa formó una familia comenzando así su propia dinastía. Una dinastía en la que siempre abundaban el amor, la buena comida, el buen vino y las flores en el Café; flores con círculos y círculos con flores. Un reinado que abarcaba su dinastía y a todos aquellos que disfrutaron de su sonrisa y de su generosa entrega. Un reinado que siempre recordaba aquella silla del restorán. Un restorán que siempre recordaría a aquella niña de la silla.


Y así fue, con impulso, piquito a piquito y aleta aleta, como la princesa Pin hizo del mundo su Reino.

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