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El último regalo


Coleguita,

Llegó el momento; he comenzado un nuevo viaje y estoy feliz de que así sea. Había de ser y ahora estoy volviendo a los orígenes para continuar ofreciendo todo lo que soy. No olvides que el miedo es tu amigo y confía en mí, quítate el peso de los hombros, respira, mira y sonríe con el corazón. Aquello que amas llega a su dueño y te prometo que estaré al loro de los latidos que llamen a mi puerta. A la tuya tocaré siempre que tú quieras.

Dicho esto, quería compartir contigo uno de los regalos más bonitos que he recibido a lo largo de mi vida. Lo supe entonces y lo sé hoy. En esos días yo tenía veinticinco años, chuleaba tanto como lo haces tú y no estaba dando sino mis primeros pasitos en la gran aventura que es vivir.

Sin tenerlas todas conmigo, y con la diferencia de edades y realidades acechando tras la puerta, entré en aquella clase llena de gente expectante. Fue como volver al cole, hacía ya siete años que había despedido aquellas aulas y de pronto me encontraba de nuevo allí, rodeado de chavales cuyas preocupaciones y quehaceres eran otros completamente distintos a los míos. Me encantó esa sensación.

Las presentaciones evidenciaron desde un principio que la forma de llevar las clases sería bien diferente a la que estábamos acostumbrados; no existía una jerarquía autoritaria profesor-alumno, ni tampoco un férreo control sobre las intervenciones de los compañeros. La gente aportaba una idea al debate que se estuviera guerreando y después gastaba una broma al vecino de la manera más natural, a todos nos parecía bien. Podíamos comentar la jugada con el de al lado, levantarnos sin dar explicaciones e incluso echarnos una siesta; resultaba oportuno porque se hacía desde el respeto más sincero. Sin ser plenamente conscientes, en aquellos meses aprendimos que la educación horizontal es posible y que los resultados son maravillosos.

Las dinámicas que hablaban de nombres abrieron el camino a las dinámicas que lo hacían de juegos. ¡Cuánto jugamos, amigo, no te lo puedes imaginar! Redescubrimos la manera de hacerlo y para ello volvimos a ser niños. Las caras más serias y protegidas no tardaron mucho en dejarse arrastrar por la corriente de risas que se sobrevenían día tras día. La mano que primero nos tendieron los monitores, motivándonos a desprendernos de nuestras vergüenzas, no tardamos mucho en ofrecerla nosotros y nosotras al resto de la chavalea. Cualquier instante podía ser bueno para cantar, jugar un Ninja o para darnos un abrazo lleno de cariño.

Siendo tan dispares unos de otros, lo más curioso fue que la comunión de almas que experimentamos no se produjo a pesar de nuestras diferencias, sino gracias a ellas. Niños y niñas introvertidas, estudiosas, populares, excéntricas, inadaptadas, ridiculizadas, solitarias, sociales, duras, blandas, románticas, artistas, juerguistas, trabajadoras, del sur, del norte, del País Vasco, pijas, chungas, locas, tricampeonas, extranjeras, exóticas, montañeras, de la city, frikis, músicas, mamás, universitarias, colegialas, deportistas, cavernarias, night workers; el abanico era amplísimo y la suma de sus colores hizo de ese grupo algo único. Para sumar, apartamos prejuicios y miedos y sencillamente nos escuchamos con respeto y bondad. Siendo el grupo un foco de luz en nuestra vida y sirviéndonos de guía, cada uno de nosotros pudimos crecer y crecimos como arborece una planta en el corazón de la selva: poderosamente.

Fueron tres meses los que compartimos asiento y, como marca ley de vida, terminamos dejando nuestro lugar para que lo ocuparan otros niños y otras risas. Nos dijimos adiós un domingo, y aunque no fue nuestro último día juntos, sí fue nuestra despedida. Éramos conscientes de que cerrábamos aquella clase para guardarla en el huequecito más brillante de nuestro ser. Qué hermoso ver la emoción en sus caras, la luz salada en sus ojos y la entrega total en sus cuerpos temblorosos. El sentimiento era uno: ¡el mejor grupo de nuestra vida!

Puede que te preguntes por qué es éste mi último regalo, por qué esta carta y este texto, por qué no unos miles de euros. Puede que lo hagas, aunque lo cierto es que creo que ya sabrás la respuesta. Eres mi nieto y te quiero como he querido a mis hijos, deseo lo mejor para ti y por ello te recuerdo una última vez que busques donde puedas encontrar. En estas líneas se halla parte de mi felicidad, de mi esencia y de lo que he llegado a ser en esta vida, y esta galaxia de estrellas infinitas está al alcance de todo aquel que levante la cabeza y mire al cielo.

Abraza fuerte y acerca tu corazón cuando lo hagas, la gente te sentirá y te querrá por ello.

El abuelo.

Raúl terminó de leer la carta al tiempo que una triste sonrisa nacía en sus labios. Las lágrimas pintaban sus mejillas de colores iluminando de una manera especial su rostro. Estaba solo en la habitación, había preferido retirarse a donde pudiera abrazar su soledad con el abuelo. Quería creerle, quería sentirle, quería hablarle y ver una última vez su cara, pero la cruda realidad es que nunca más volvería a estrecharle entre sus brazos, y ésta era una carga soberanamente pesada. Demasiado pesada y oscura para ver su luz.

Recogió la chaqueta que había dejado al entrar sobre una de las sillas y con pasos perdidos salió de la habitación. Se dirigió al salón donde estaba su madre sentada en el sofá y pensó en hacer las veces. Antes de sentarse, al pasar por su lado, vio en ella a una mujer etérea, más cerca de las estrellas de las que hablaba su abuelo que de la tierra que pisaba. Acababa de perder a un padre. Se sentó a su lado intentando hacerse sentir, aunque ella pareció no darse cuenta de que ahora estaba acompañada. Era evidente que su madre no estaba bien, si él sentía un agujero en el estómago qué no sentiría ella.

Por unos segundos se quedó en blanco, sin saber qué decir o hacer, mas de repente, un mamá salió de la boca del joven. Sin haber respuesta, fue una segunda llamada la que sacó a su madre del sordo trance. Mamá. Ella se giro despacio, absorta todavía en sus pensamientos, para terminar congelándose frente a su hijo. Raúl, primerizo en situaciones indescriptibles, simplemente se dejó ir y, cogiendo de las manos a su madre para ayudarla a ponerse en pie, deslizó con sumo cuidado los brazos alrededor del cuerpo de ésta fundiéndose los dos así en un abrazo. Notaba su tristeza inundándole, podía sentir el dolor que sentía ella como si estuviera en su propio pecho, era enorme, era un vacío incomparable, y entonces apretó fuerte.

La apretó fuerte contra él intentando ofrecer todo lo bueno que pudiera albergar dentro de sí mismo, intentando que ella se sintiera arropada, intentando que sintiera a su hijo, intentando acercar su corazón al de su madre y así aliviar su dolor. Y por arte de magia, su madre aflojó toda resistencia, la tensión que alejaba su consciencia del aquí se desvanecía ahora entre los brazos de Raúl. Abrazados estuvieron largos minutos, hasta que, como quien se despierta de un sueño, la madre se separó buscando los ojos del hijo. Era él, no había duda, y seguidamente un fulgor recorrió su mirada conectándose con la del propio Raúl; quien entendió, respiró hondo, miró hacia el cielo y sonrió con el corazón.

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