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La barcaza de los sueños


El olor a leña de su vestido penetra hasta lo más hondo de mi ser. Su pelo rizado, bruno como la noche, cae sobre su cara mezclándose con las lágrimas saladas de mis mejillas. Llora. Yo también. Papá espera de pie junto a nosotros. Nunca le había visto llorar, hoy iba a ser la primera vez.

Mi padre es un hombre sólido y muy corpulento; aunque en él puedan apreciarse los estragos del hambre, sus espaldas siempre han sido montañas sobre las que otear el mundo. Cuánta seguridad he sentido allí arriba. Ahora se arrodilla junto a nosotros. Y gime. Nunca olvidaría ese llanto, era un grito agudo y muy doloroso.

Agonía. El aire desaparece.

Nos besamos y acariciamos, nos abrazamos muy fuerte, casi queriéndonos fundir en un solo cuerpo. Nos miramos y nos volvemos a abrazar. Te quiero mamá. Te quiero papá. Os quiero. No quiero irme, no quiero. Ella me mira. Mi padre no puede dejar de llorar. Yo tampoco soy capaz de levantar la mirada. Isaac. Isaac, mírame. Yo no podía. Por favor cariño… Me cogió la carita con las dos manos y ……………………………………………………………………………………………………………………………….

¿Dónde estoy?

Una ola había golpeado contra el viejo cascote. Me despertó. Apenas se veía algo, la luz de la luna poco iluminaba ya y el mar no era más que ruido. Un ruido muy desagradable. Lo poco que veía eran formas de cuerpos humanos, algunos vivos, otros no. Un hombre con los pantalones bajados estaba sentado en el borde de la barcaza; una mujer acunaba a su hijo, tendría unos tres años, al mismo tiempo que le cantaba una canción. El pequeño llevaba dos noches inmóvil, su cara pálida y sus labios grisáceos presagiaban muerte, aun así, nunca vi en su madre el mínimo gesto de derrota. Creo que creer le mantenía viva.

Seríamos en torno a veinte personas. Ahora teníamos más espacio; por regla general, cuando expiraba el último parpadeo flotaban los cuerpos en un último viaje. Era una pena. Onur. Los primeros días los compartí con él y puedo asegurar que el tiempo mudaba de otra manera.

Me incorporé apoyándome en un lateral del casco. Llevaba dos días sin hablar y mi boca estaba llena de sarpullidos. Se me habían acabado las provisiones, no obstante, poco importaba, lo más probable es que no hubiera sido capaz de comerlas. La piel de mi cara estaba totalmente quemada; aunque nos protegiéramos del sol con trapos, el aire encontraba siempre un hueco para entrar. Estaba muy cansado, dormir era prácticamente imposible con el dolor provocado por el contacto de cualquier superficie contra mi cara.

Debían de ser cerca de las siete porque el cielo empezaba a clarear. Yo miraba a ninguna parte cuando, de repente, un golpe seco sacudió el agua. ¿Qué ha sido eso? La gente comenzó a inquietarse. No hubo tiempo para mucha duda, dos segundos, una segunda sacudida, esta vez contra la barcaza. Una mujer estalló en gritos y un tercer impacto, directo a la cabeza. El hombre se desplomó. Era un objeto. ¿Una pelota?

A partir de este punto no lo recuerdo muy bien, pero creo que la gente empezó a saltar de la gabarra sin saber muy bien a dónde ir. Yo hice lo mismo. Gritaban y se ahogaban. Otros ni siquiera tuvieron fuerzas para salir de su tumba. Yo nadé. Fui detrás de un grupo de hombres que desde el primer día me habían parecido los más capaces. Las sacudidas continuaban, muchas y muy cerca. Una de ellas me alcanzó en una pierna, hubiera jurado que me la habían cortado. Tragué agua. Tampoco tenía tiempo para dolerme, seguí nadando.

Los primeros rayos de luz dejaron entrever la playa. Estábamos relativamente cerca, un último esfuerzo y estaría en tierra firme. Nada. Nada. Nada.

Nada.

Y llegué. Por fin, llegué. Me desplomé sobre la arena y cerré los ojos. Los abrí y era de día. Hacía calor y la arena brillaba. Me incorporé y me quedé sentado frente al mar. Miré a ambos lados y, como gracia divina, tuve la fortuna de encontrar una botella de agua justo a mi lado. Fría, estaba fría, pero no tanto como para causarme dolor. La verdad es que me sentó muy bien. La verdad es que me sanó. La verdad es que llegué a mi destino y pude reencontrarme con mis padres. La verdad es que sonreímos, reímos, nos abrazamos y besamos. La verdad es que soñé y la verdad es que fui muy feliz.

La verdad es que estoy muerto.

La verdad es que más de 3.700 personas murieron el año pasado persiguiendo sueños de libertad.

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