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Ellas


Ellas estaban sentadas junto a la pequeña estufa. Aunque apenas emanase calor por la falta de buenos maderos, su recogedor aroma a leña siempre parecía llenar los pulmones de nueva vida. Bebían chocolate caliente y, simplemente, disfrutaban del momento.

- ¿Está bueno el chocolate? –preguntó la mujer.

- Sí. Muy bueno –respondió la pequeña con una sonrisa dibujada en el rostro-. ¿Por qué no esperamos a papá?

- Bueno, papá prefiere esperar fuera. Ahora, cuando tú y yo nos terminemos esta taza, él entra y nos tomamos otra los tres, ¿vale?

- Vale.

La mujer extendió la mano y acarició la pequeña carita de la niña. Qué suave estaba y cómo le encantaba arrullarse contra ella. Desde muy pequeña, la niña compartía el sueño con una misma sábana. La sabanita. La costumbre nació en la cuna de la que un día fuera bebé. Tal era su vicio que al cambiar a la cama, la sabanita de la cuna también mudó con ella. La colocaba en un lado de la almohada, doblada hasta quedar plegada en un pequeño rectángulo del tamaño de un libro, y reclinando la cara encima de ella descansaba. La pequeña siempre defendía que la ternura de su piel era un regalo de aquella sabanita.

- Cariño, sabes cuánto te quiero, ¿verdad? –comenzó preguntando la mujer.

- Sí.

Los ojos de la madre buscaban el alma de su hija. Querían entrar en ese espacio etéreo y hablarle desde allí.

- Y también sabes que a mamá le gusta cuidar a tus amiguitos.

- Sí.

- Porque si tus amiguitos están bien, tú estás bien y si tú estás bien, yo estoy bien.

Esta vez la niña no respondió, se limitó a continuar escuchando en silencio a su madre.

- Pues, para cuidar a tus amiguitos, primero he de cuidar a sus mamás, a las mamás como yo.

¿Por qué me habla de sus mamás?

- Verás, Elena, a veces en el mundo hay cosas que no están bien, que están mal. Como, por ejemplo, cuando tu amigo Luis tuvo que dejar la escuela para empezar a trabajar o cuando metieron en la cárcel a la mamá de María por protestar en la calle. ¿Te acuerdas? A estas cosas, que a veces son ideas, otras comportamientos, hay que hacerles frente, porque sino se apoderan de todo a su alrededor, ¿entiendes?

Elena asintió, entendía, aunque no terminaba de comprender lo que su madre trataba de decirle.

- Si nadie se opusiera a esto, se seguiría haciendo y entonces todos nosotros sufriríamos estas cosas malas. Papá, tú, yo… Y mamá no puede dejar que pase. Por esta razón me enfrento a estas injusticias, para que todos nosotros podamos tener un futuro mejor.

- Yo también me enfrentaré algún día, mamá, te ayudaré para que no tengas que hacerlo sola –respondió Elena a su madre, intentando con ello transmitirle todo su apoyo.

- Gracias hija, te lo agradezco, pero no lo estoy haciendo sola. Somos muchas mujeres las que trabajamos juntas para conseguir un mejor futuro. Un futuro en el que las mamás de todos tus amiguitos sean tratadas como personas de verdad, en el que puedan ser ellas las protagonistas de sus vidas y no dependan más que del amor que quieran dar libremente al mundo. En mi caso, de papá y de ti.

- Pues yo te ayudaré en lo que pueda.

- Ya lo haces. Eres una buena niña y quiero que lo sigas siendo. Así es como más me ayudas, ahora y siempre.

- Lo seré.

- Lo sé, mi amor.

Madre e hija se fundieron en un abrazo. Era el momento de oler el siempre tan apetecible aroma que desprendía su hija. En cada suspiro recuperaba una parte de su ser, haciéndole recordar el porqué de su lucha.

Se separaron y, como tantas veces había hecho, apartó el pequeño mechón que gustaba de esconder los bonitos ojos de Elena.

- Hay una cosa más que quiero decirte.

Sin saberlo, Elena ya sabía que la conversación no había terminado.

- A veces, luchar por aquello que quieres tiene un coste. Ojalá fuera más sencillo, pero haciéndolo complicado consiguen que más gente quede al margen. De ahí que nuestra lucha no sea común a todas nosotras. Quiero que seas consciente, cariño, que tenga el coste que tenga, estoy dispuesta a pagarlo.

- No te preocupes mamá, yo estaré contigo pase lo que pase.

- Ya lo sé, Elena. Pero pudiera ser que no puedas estar conmigo.

- ¿Por qué?

El silencio siguiente evidenció que ambas sabían ya la respuesta. Mamá.

- Elena, siempre, siempre, te querré.

- Pues entonces demuéstralo –replicó la niña al mismo tiempo que sentía un crujir en su interior.

- Ya lo hago, hija. Cada vez que mamá sale a la calle lo hace para que tú, el día de mañana, puedas vivir libre y feliz.

Eres el sentido de mi vida y no quiero que vivas como yo lo he tenido que hacer, y mientras tenga fuerzas para luchar por ello, lo haré. Cueste lo que cueste.

La estufa pareciese congelada, el sonido de una lejana voz llegaba a sus oídos. Elena apenas ya escuchaba. Las lágrimas brotaban de sus ojos sin que ella pudiera sentirlas. Dejaban su cuerpo, como sabía que pronto ella también le dejaría. Hacía un esfuerzo enorme por mantenerse allí de pie; sus piernas querían romperse y su corazón estallar.

- Mamá, yo no quiero que te vayas.

Y su madre…, su rostro…, su piel…, tiras desgarradas; un corazón que muere viendo a un hijo arder en su propio sufrimiento.

- Yo tampoco, cariño, pero el ser humano únicamente cambia si nosotros provocamos el cambio. Y alguien ha de provocarlo.

¿Y qué pasó después?, preguntó el pequeño. Nos terminamos el chocolate caliente con papá y disfrutamos de una divertidísima tarde. Respondió la anciana. Casi consiguieron que olvidara… Esa noche caí redonda, estaba tan cansada… Y nunca más la volví a ver. Abuela y nieto se miraron en silencio, un desdoble para volver a doblar, entre sus manos, la sabanita. Tu bisabuela y otras cuatro mujeres dieron su vida para que yo y otras muchas mujeres desde entonces hayamos podido tener voz. Ser iguales, ser humanos. El niño estaba boquiabierto, su bisabuela fue una heroína. ¡Qué valiente! Terminó diciendo. Sí, mucho. Contestó ella, y seguidamente se levantó de la mecedora en la que estaba sentada. Ahora ya lo sabes, portas la sangre de una reina, estás destinado a hacer grandes cosas. Y tendió la mano para que él pudiera darle la suya. Vamos a encontrarnos con tu padre, que imagino estará al llegar.

Y fueron, y mientras caminaban, en su pequeña cabecita, grandes ideas se tornaban en posibles realidades. Qué gran futuro le esperaba, llevaba en sus venas sangre real.

Gracias a ellas.

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