La habitación ya no brillaba como antes. Los colores rojo y verde de las paredes, los cometas y los soles vivos entonces, blanqueaban hacia un cierto tono grisáceo que no hacía sino engullir la luz que pudiera entrar a través de la ventana de aquella buhardilla. De hecho, Carlos ya había deducido, después de sopesar las muchas opciones posibles, que la respuesta a ese repentino cambio en la atmósfera de su cuarto era, sencillamente, que el sol no quería entrar allí.
No tenía una forma convencional, no era cuadrada, más bien se asemejaba a una especie de trapecio asimétrico. La puerta sí que ocupaba un lugar central en la base del polígono, mientras que la ventana de cortinas arácnidas se ubicaba justo en frente de ésta guardando así cierta armonía. Las estanterías de madera, bien ancladas en ambos laterales, rebosaban imaginación tintada de olvido. Coches de carreras, extraterrestres plateados, juegos de construcción, peluches con corazón, todos ellos cubiertos de tiempo perdido, parecían haberse rendido a lo evidente. Spiderman se precipitaba desde aquel trozo de tela y los ojos tenaces de la Princesa Mérida ahora resultaban agresivos. Cada vez que Carlos buscaba su sonrisa, ellos desviaban la mirada propiciando el mismo gesto en el chico. Ya no tenía amigos en aquella habitación.
Sentado en la cama, recogido sobre sus cortas piernecitas cual viajero en la estación, Carlos parecía esperar el regreso de su vida. Vestía un polo azul cielo, unos pantalones cortos verde mar y una pareja de bonitos zapatos negros con cordones. Desde hacía un par de meses, él era el responsable de aquellos lazos y nudos, y lo cierto es que le encantaba la sensación de ir asumiendo compromisos para consigo mismo.
Yo probaría a subir un poco más la persiana. Desde la puerta del cuarto, la voz de su padre le produjo un vacío en el pecho que prácticamente se apropió de su respiración; el nudo apretaba y el aire desaparecía. Últimamente se había convertido en una sensación conocida, despertaba en él un desagradable dolor que comprimía su pequeña mandíbula haciéndole cambiar el gesto. Demasiados recuerdos en común.
Mientras que su padre tiraba de la correa y los rayos de luz quemaban la quietud del cuarto, Carlos hacía el mayor de los esfuerzos por concentrar su mente, focalizar sus pensamientos en cualquier vaguedad y apretar, apretar fuerte. Acompañado de cierta inseguridad, el hombre se sentó junto al niño en aquella pequeña camita. Después de hacerlo pareció darse cuenta de que la chaqueta que todavía vestía le sobraba. Se la quitó dejándola sobre los pies de la cama y seguidamente se desabrochó un par de botones de la camisa. Una vez hubo terminado de acomodarse, ambos dos se quedaron mirando al horizonte en busca de respuestas.
¿En qué piensas? La pregunta sonaba como el crujir del frío hielo. En nada, contestó el pequeño sin desviar la mirada del frente. No mentía; tenía los ojos abiertos, mas no estaba allí. Ningún pensamiento que no fuera superfluo podía tener cabida en aquel momento, qué sentido tendría, qué sentido tenía nada ahora.
Carlos, no sé… Nunca hemos tenido una relación de verdad. Soy tan consciente como tú… El trabajo, los viajes…, y que tal vez no estuviera preparado. No me veía cambiando mi vida de esa manera… Y tu madre lo tenía tan claro que necesitábamos tomar caminos diferentes. Carlos escuchaba en silencio la confesión que su padre compartía con él por vez primera. Rara era la ocasión en la que se sentaban sin más pretensión que hablar tranquilamente y mucho más rara aquella en la que alguno de los dos dejaba ver algún recodo de su alma.
Quiero que sepas que me tienes aquí para lo que quieras. Puedes hablar conmigo ahora, dentro de dos horas o esta noche a las tres de la madrugada. Siempre te querré escuchar, porque aunque no lo creas, te quiero, y mucho.
Las palabras, primerizas en boca del hombre, desestabilizaban profundamente al chico. El nudo casi asfixiaba y el corazón se encogía por momentos. Su fuerza no frenaría mucho más tiempo aquel torrente ahora contenido en un silencio. Me voy a mudar aquí… Un quejido desgarrador congeló el alma del padre.
No quiero, papá...
No quiero...
Quiero que vuelva…, quiero que esté aquí ahora…
Carlos apenas podía componer dos palabras seguidas.
Yo no…
No voy a poder vivir sin ella…
Mamá…
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Era una bolita, un pajarillo asustado, tembloroso. Era dolor, era su voz y llanto. Era la realidad de un niño perdido. El hombre tocó delicadamente la espalda del pequeño e intento transmitirle tanto amor como sus venas portasen.
Es que..., no va a volver…
Ya no la veré más…
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Te quiero, mamá…
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Un alma desgarrada y completamente sola en el mundo.
Nunca podré ser feliz…
No quiero vivir así, papá…
Y su padre, ver a un hijo sufrir así… Lo sé, hijo… y su cuerpo, inconscientemente, se acercó al cuerpecito del niño. Y le abrazó. Y el torrente rompió la barrera del miedo para confluir en el cauce que padre e hijo necesitaban compartir. El agua nacía y se mezclaba en ambas caras y sus brazos se rodeaban como nunca antes lo habían hecho. Se apretaban volcando sobre el otro todo el dolor que sumaban los cuatro días pasados. Los segundos se sucedían y padre e hijo continuaron ofreciéndose con el alma descubierta. Sus corazones bombeaban toda la sangre que durante los casi seis años de relación no habían bombeado.
Carlos, quiero ser tu padre, quiero ser tu amigo y quiero que mamá se sienta orgullosa de nosotros. Al tiempo, acarició la cabecita del niño. Carlos respiró una larga y profunda brisa de vida, levantó la cabeza y miró a su padre a los ojos. ¿Tú querías a mamá?, preguntó desde lo más profundo de su corazón. Muchísimo, respondió el hombre con una sonrisa en los labios. ¿Y entonces por qué te fuiste?, continuó el pequeño, a lo que el padre se tomó un tiempo para responder. Porque existen distintas clases de amor y, cuando uno se da cuenta de ello, hay que ser valiente para asumirlo y tomar una decisión. Carlos no terminaba de entender lo que su padre intentaba mostrarle, pero guardó silencio con la esperanza de que siguiera contándole más y más. Mi gran error ha sido no estar a tu lado todo lo que debería haber estado… Tenía el convencimiento de que nos sobraba el tiempo para ser padre e hijo, de que cuando mi vida, mi trabajo y mi sensación de ser padre se estabilizaran tú estarías esperándome y podríamos empezar de cero… Pero lo cierto es que me he equivocado... Entonces dejó de hablar abrumado por la emoción, sacó uno de los muchos clínex de su bolsillo y se sonó la nariz. El error más grande de mi vida…
El niño contemplaba fascinado a su padre y por primera vez vio en él a un ser humano. Era como él, con miedos, errores y tristeza. Por primera vez, imaginó que aquel hombre pudiera ser un padre de verdad. Amigos, dijo que quería ser su amigo. Por primera vez, apostó por él. Tal vez ahora pudiese contarle lo que Spiderman y Mérida ya sabían, tal vez ahora tuviera ocasión de expresarle cuán desilusionado se sentía de no gustar a su amiga Martina, tal vez su padre le confiara todos sus miedos y él lograse ayudarle. Tal vez existiera un futuro lejos de su madre… Entonces le abrazó.
Muchas gracias, colega. Vamos a quitarnos estos trajes, vamos a ponernos unas buenas zapas y vamos a echar un partidito de basket. ¿Te hace? Carlos no pudo ni quiso evitar una sonrisa, la cual vino acompañada de otra por parte de su padre. Sí, me hace.
Y, cual estrella fugaz, a Carlos le pareció entrever como la princesa guiñaba un ojo al hombre araña.
El sol volvía a colorear las paredes de su habitación, estaba seguro.