top of page

Gracias


- Siéntate. Toma un cojín.

- Gracias – dijo él sentándose en la vieja silla de madera.

Ambos se quedaron en silencio contemplando el vasto horizonte. Las luces cálidas del atardecer se fundían con el contorno de las montañas, dibujando otra de las muchas puestas de sol que ya habían presenciado a lo largo de sus vidas. Era un oasis de colores: marrones, rojos, verdes, ocres y azules. Todos ellos mecidos por la suave brisa propia de las húmedas tardes de Malaysia.

- Qué bonito se ve todo desde este porche.

- Sí –respondió ella-. Se ve precioso.

- Además, siempre que vengo por aquí las puestas son, si cabe, más espectaculares. Lo tienes bien ensayado, no hay duda.

Ella esbozo una ligera sonrisa.

- Bueno, lo mío me cuesta.

Un silencio llenó el momento. Después de tantos años, eran tan intensos, profundos y cariñosos como lo podía ser cualquier palabra. Era tiempo compartido y eso era lo valioso.

- ¿Qué tal John? Le he visto bien –preguntó él.

- Bueno, sigue con los dolores. El médico dice que lo más probable es que ya no desaparezcan. Así que tendremos que acostumbrarnos –respondió ella con el positivismo de quien mira a la vida aceptando que no siempre nos sonríe.

- Uno se termina acostumbrando, lo importante es no darle mucha importancia.

En el vasto horizonte, los pájaros regresan a casa. Los polluelos, acurrucados unos con otros, esperan impacientes la llegada de sus padres. Se recogen entre los pequeños palitos que hacen las veces de hogar. Un largo día está llegando a su fin y es hora de estar todos juntos.

- ¿Emma? –preguntó ella.

- Ahora está en New York con Samuel. Está muy feliz, la verdad es que a los chicos les va estupendamente y eso, quieras que no, es el orgullo de cualquier padre. ¿Tus chavales? –preguntó él.

- Muy bien. Miguel se jubila en dos meses y está eufórico –empezó diciendo-. Muy contento, tiene muchos planes. Ana está en un caso importante, dice que posiblemente sea el más grande de su carrera. Una empresa que defraudó millones, está vinculada a otras. Un dominó, vamos. ¿Los peques peques?

- Como siempre, esos sí que saben disfrutar la vida. Y los enanos… -dijo él mientras se le iluminaba la cara-. Tendrías que ver a los gemelos, están como vacas malayas. Jugositos y sebosos, rebosan por todos lados.

- Cuánto me alegro –contestó ella con una sonrisa de amor dibujada en sus finos labios.

John apareció por la puerta vestido con un delantal y sujetando un cazo en una mano.

- Cariño, ¿te parece bien si hoy cenamos sopa? –preguntó con un ligero acento americano.

- Por mí estupendo.

- ¿Caballero? –preguntó John a su invitado.

- Yo preferiría una paella.

John soltó una carcajada y volvió a meterse en la casa. Ya se conocían de muchos años y entre ellos se respiraba un ambiente de camaradería y cariño.

- ¿Crees que me preparará la paella?

- Lo dudo –respondió ella con cierto humor.

Miró a su amigo y no pudo evitar recordar aquellos días en los que el mundo giraba a su alrededor. Fueron años en los que todo era novedoso, el mundo brillaba cada día con una intensidad diferente y detrás de cada pregunta había una nueva respuesta. Cuánta agitación, qué devenir de sentimientos y emociones. Qué bonitos habían sido aquellos años y cuánto había aprendido entonces. Ahora era una anciana, de cabellos blancos y profunda mirada. Sus ojos habían visto mucho mundo; sus manos, ya llenas de surcos, habían tocado las más finas arenas de las más recónditas playas; sus oídos habían escuchado miles de voces; sus labios habían encontrado al amor de su vida; y su nariz, dibujada con las mismas pequitas que de joven aparecían con las caricias del sol, había olido flores de todos los continentes.

Él se percató de su mirada e inmediatamente adivinó sus pensamientos. Después de tantos años, no existían secretos entre ellos. No podían ocultarlos; sus caras, gestos y voz eran una adivinanza que muchas veces ya habían resuelto.

- ¿Cómo está mi Lagarto? He oído que es más que probable que le den el premio –auguró él con un toque de orgullo en su voz.

- Pues sí. Si todo marcha bien en unas semanas tendremos a un precioso bebé con un Príncipe de Asturias debajo del brazo –añadió ella con el rostro iluminado por la satisfacción.

- Se lo merece. Ha hecho feliz a mucha gente.

- Sí, es mi bebé –terminó diciendo ella refiriéndose a su hermana.

Ambos sonrieron y miraron al frente. Tanto el Lagarto como la Rata siempre habían sido temas de conversación entre ellos. A fuerza de nombrarlas habían pasado a formar otra pieza más de la relación.

- Quiero que le des un fortísimo abrazo de mi parte cuando la veas.

Durante un segundo se hizo un silencio diferente a los otros.

- Ya se lo darás tú –le respondió ella.

- Bueno, puede que sí. Pero ahora los años no son lo que eran –continuó él e hizo una pequeña pausa-. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? Dos años hará. Ya somos mayores y prefiero dejar las cosas dichas.

- No te pongas modo escritor dramático, anda.

- Tenemos ochenta y nueve años. Simplemente creo que hay que ser realistas.

Ella le miró y en él pudo ver un mensaje, una intención.

- Dime que no has venido para eso.

- He venido para sentarme en este porche y disfrutar contigo de otro atardecer. Y ya de paso, para tocarle un poco los huevos a John.

De dentro de la casa llegaban ruidos de trajín. Parecían ser ecos de ruidos reales. Todo empezó a ralentizarse, a dejar de latir como solía hacerlo. Ambos miraban al frente; aunque sus mentes se miraban la una a la otra.

- Tengo una edad y quiero ser consciente de la edad que tengo. Cuando uno se acerca al final de una etapa sabe que, antes o después, terminará por dar el último paso.

¿Te acuerdas cuando lo dejamos? Ambos lo sabíamos, de una u otra manera ambos sabíamos que esa etapa estaba llegando a su fin. ¿O cuando terminamos la carrera? Recuerdo como tú me decías las ganas que tenías de empezar un nuevo camino, de llenarte de nuevas experiencias. Te fuiste a Londres y empezaste una nueva vida allí. Eras consciente de que esa etapa estaba llegando a su final y por eso comenzaste una nueva. Yo también quiero ser consciente.

- Pero tú todavía tienes mucho por andar –le respondió ella-. Se te ve bien.

- Estoy bien ahora, pero no estoy siempre así. Ójala. La verdad es que desde hace un par de años noto como lo que pierdo ya no lo recupero. Y cada vez estoy más cansado.

Ella entendía perfectamente lo que quería decirle. Lo entendía y era consciente de la verdad que guardaban sus palabras. Él continuó hablando.

- Sé que sabes todo lo que te quiero decir, pero a veces hay que decir en voz alta “gracias” para realmente sentir el valor que tiene aquello que agradeces. La vida nos llevó por caminos distintos, pero la verdad es que siempre he sentido que tu camino estaba a un salto del mío. Ya te lo he dicho mil veces, pero gracias a ti soy el hombre que soy. Juntos descubrimos algunas de las cosas más importantes de la vida. El amor, por ejemplo. Compartimos años en los que crecimos como personas, en los que aprendimos a respetarnos y a comprender la vida desde el lado de la belleza. Juntos dimos una lección de verdadero amor a todos aquellos que únicamente creían en la posesión del otro. Juntos entendimos que las relaciones no son blanco o negro y que un sentimiento de cariño puede perdurar toda una vida. Y juntos descubrimos lo mucho que se puede querer a una persona una vez ya no es tu pareja, y como ese sentimiento es igual de honesto y verdadero que el más sincero sentimiento de amor.

Ella escuchaba cada palabra del anciano. Sus mejillas volvían a humedecerse; era bonito sentirse querida. Siempre lo había sido. Es lo que tiene dar tanto amor, que la vida siempre te lo devuelve.

- Simplemente te quería volver a dar las gracias. Gracias.

Entonces ella se levantó, se acercó a él y le besó. Le besó con todo el recuerdo que durante más de setenta años habían compartido. Los dos ancianos, de pie, uno frente al otro, corazón junto a corazón, intercambiaron el último beso que ambos sabían iban a compartir.

Sus labios se separaron. Sus ojos se fundieron y sus manos se acariciaron. Él cogió su cara con las dos manos y con un delicado gesto besó sus cuencas. Así quedaban hidratadas. Perfectas.

El sol daba los últimos suspiros antes de caer rendido a la luna. Todos ya recogidos, era hora de que ellos también lo hicieran.

- Vamos a cenar –susurró ella-. Le hizo una caricia y entró en la casa. Él echó el último vistazo, sería su último atardecer en aquel precioso lugar del mundo. Cogió el cojín de la silla, sonrió recordando cuando se sentaban en cualquier sitio y seguidamente entró.

bottom of page