Como decía Alexander Supertramp: “El espíritu del hombre se alimenta de nuevas experiencias”.
Hay muchas maneras de caminar, yo voy a contar la mía. Con una mochila, una pequeña tienda de campaña y una intención, con un viaje en mente y una filosofía, paso tras paso, toda la costa cantábrica esperando. Empezar un viaje siempre tiene una fecha de inicio, comienzas la aventura y desde entonces un nuevo tú está por venir; acabar un viaje, eso ya es más complicado, la aventura, la experiencia y lo que ese viaje te acompañe en el tiempo no tiene una fecha de fin preestablecida. Puede acabar el mismo día que regresas a tu casa, puede que perdure un par de semanas o un mes, puede que lo haga durante años o puede que te acompañe toda tu vida. He ahí la grandeza del viaje.
¿Y qué es un gran viaje? Una oportunidad para redescubrirte. Una experiencia que te sitúe fuera de tu área de confort, que te haga sentir solo y a la vez querido, que te mezcle con tu entorno, que te empuje y enfrente, que te haga reír y llorar y, en definitiva, una experiencia que te haga crecer.
Parece ya una nueva religión: “estudia, madura, trabaja, conviértete en el hombre que todos esperamos que seas, haz dinero, gástalo y vuelve a ganarlo. Llora, pero en silencio” Este es el camino que “tenemos por delante”, el que nos han inculcado desde pequeños, en la escuela, en casa, el que hemos visto en películas, el que hemos asimilado de personas a las que admiramos, el camino que toda persona “normal” ha de recorrer.
El conformismo es la enfermedad que despoja al hombre de su humanidad. La vida está llena de colores, de sabores, de caminos, de playas, de viento, lluvia, calor, frio, de personas, de belleza, aire…, de vida. Aunque en parte lo hayamos olvidado, o aunque nunca lo hayamos conocido, el mundo, en toda su grandeza y abundancia, es un lugar lleno de oportunidades, lleno de nuevas experiencias para crecer como humanos.
Y es en este punto donde se me plantean una serie de dudas. En una sociedad como la nuestra, en la que cada día es un día más, en la que no sabemos pasear sin correr, en la que no existe tiempo para uno, en la que emprender un viaje en solitario es la rareza, en la que constantemente estamos ocupados: ¿nos conocemos realmente?, ¿conocemos a nuestro yo individual?, ¿cuándo hicimos nuestro último gran viaje?, ¿cuándo fue la última vez que estuvimos una semana sin compañía?, ¿somos realmente felices?
Estar en compañía nos es muy familiar, la seguridad de sabernos acompañados, protegidos, de tener a alguien con quien no aburrirnos. Es necesaria, imprescindible, pero no es más que una cara de la moneda. Cuando el camino lo andas solo, esa seguridad se desploma, se rompe y solo quedas tú. Los primeros kilómetros los empleas en ordenar tu mente, dar un espacio a todo aquello que lo necesite, pensar en lo que estás haciendo, en por qué lo haces y en lo que esperas conseguir. Piensas en lo guay que eres, en lo difícil que será y en los cientos de kilómetros que tienes por delante.
Tras días de hablar contigo, empiezas a sentir, a pensar un poquito menos para echar de menos un poquito más. Esas personas que realmente simbolizan el amor que das al mundo se te aparecen, te visitan para recordarte quién eres. La soledad de no tener a nadie con quien distraerte te hace enfrentarte directamente con ellos. Es entonces cuando el hombre que venías siendo se convierte en el niño que eres. Eres consciente de cuanto les necesitas y de lo imprescindible que son para tu felicidad. Se te presentan todos los días que todavía tendrás que estar sin ellos, todos los pasos, los metros, las horas, los kilómetros que tendrás que andar antes de volver. Es duro. Es tristeza.
Andas y andas, y como no podía ser de otra manera, la madre tierra con su belleza y plenitud; con sus acantilados perfilados; sus playas desiertas; con sus imponentes bosques; sus imposibles caminos; sus animales; con su dureza, te enseña el camino hacia la satisfacción de lo simple. Poco a poco, entiendes dónde estás, lo que estás haciendo y el placer de los pequeños detalles. Comer se convierte en el momento del día. Sentarse, en paz. Dormir, duermes como un niño, profundo y tranquilo. Ducharse, cuando se puede, te devuelve parte de ti. Y una conversación, una nueva oportunidad para cambiar el mundo.
En el camino son muchas las personas que te encuentras, muchos caminantes y muchas historias. Muchas maneras de caminar, como muchas maneras de vivir. Lo bueno de viajar solo es que tú decides con cuales compartes parte del camino, no hay condicionantes. Es increíble la cantidad de luces que alumbran los recodos desconocidos para ti, y es más increíble aún poder pasar horas con ellas y dejar que su luz vaya dejándose ver para terminar fundiéndose con la tuya. Cuando tu camino es solitario, disfrutar de estos momentos se convierte en una necesidad básica que periódicamente buscas satisfacer.
Los días se suman y ya suman más que restan. El final pasa a ser algo real y lo más bonito es que cuando crees haber seguido una evolución lógica, una serie de etapas ya cumplidas, descubres que no, que no hay etapas, que no hay fases que se dejan atrás, sino que son momentos, momentos que siempre están y siempre pueden expresarse. Vas a seguir ordenando tu mente, sintiéndote triste, conociendo a gente y reencontrándote con los ya conocidos, vas a llorar y vas a reír, vas a seguir pensando lo guay que eres, vas a ser feliz y vas a cantar. Vas a ser lo que eras y lo que eres. Tú.
El camino es el principio y es el fin, es evolución y es aceptar lo que no evoluciona, es entendernos y vivir con ello. El camino es admitir que hay más caminos, que nada es eterno y que lo verdaderamente importante es disfrutar caminando. Porque queramos o no, nos asuste más o menos reconocerlo, “el espíritu del hombre se alimenta de nuevas experiencias”, en definitiva, el espíritu del hombre se alimenta de nuevos caminos que andar. Alimentémonos.