Aceptando que no somos perfectos, aceptamos que la felicidad de nuestros seres queridos no se limita a nuestra existencia, sino que abarca la suma de muchas.
Qué complejas palabras y qué poca reflexión al respecto.
Para entender las relaciones humanas hay que tener presente el hecho inapelable de que somos animales. Otra especie más del planeta. Es por ello que tenemos la necesidad imperante de relacionarnos con nuestros semejantes. Sin ellos, nuestra supervivencia y desarrollo se vería mermada, reducida a un mero cuadro, paulatinamente coartada hasta la extinción. ¿Y que entendemos por necesidad?, ¿de dónde nace?: de los impulsos que produce nuestra naturaleza instintiva.
Nuestra naturaleza irracional lleva con nosotros desde el comienzo de los tiempos, mucho antes de caminar sobre dos piernas, mucho antes de coexistir en sociedad, mucho antes de ser personas. Con el paso del tiempo, la evolución nos procuró un intelecto desarrollado, una razón capaz de dar cuerpo a nuestra existencia, un por qué y un porqué. Y fue entonces cuando la necesidad de estructurar verdades apartó del camino la necesidad de vivirlas. Lo real de lo irracional quedó entonces supeditado a las proyecciones de lo racional. Callamos la voz de nuestra esencia, apagamos el latir de nuestro corazón y relegamos nuestra existencia a una mentira llamada sociedad.
Podemos dividir al ser humano en dos facciones: una física (el cuerpo y todo contacto corporal) y otra psíquica (la mente y los distintos intercambios de ideas que realizamos con ella). Existe una corriente de pensamiento que añade a estas dos una tercera. Esta tendría que ver con la energía que produce la combinación de ambas y gracias a la cual es posible establecer otro tipo más de comunicación: la relacionada con la energía que emitimos cada uno de nosotros. Dada mi falta de conocimiento sobre esta última, me limitaré a hablar de las dos primeras.
Tenemos la capacidad de hablar, de intercambiar pensamientos y producir conocimiento. Aplicar continente a nuestro contenido y de esta manera satisfacer nuestras necesidades psicológicas. Charlas con amigos, conversaciones con desconocidos, te quieros con amores y, en definitiva, palabras con razones. Por otro lado, podemos tocarnos, un apretón de manos, abrazos, apenas un roce, un beso, sexo, amar en la cama y pelear. Es la expresión corporal de la vida, el manifiesto del placer en su forma más primitiva.
Y nosotros constantemente hablamos, tendemos a aprovechar cualquier momento para satisfacer nuestras inquietudes mentales en un intento de completar nuestra complejidad como individuo racional. Hoy por hoy es algo positivo, la sociedad así lo dice y nosotros asentimos. Lo consideramos obvio, evidente e irrenunciable. No entendemos no poder comunicarnos libremente a través de la palabra.
Y nosotros constantemente…, no, no podemos decir que constantemente nos comunicamos corporalmente, no podemos decir que tendemos a aprovechar cualquier momento para satisfacer nuestras inquietudes físicas en un intento de completar nuestra complejidad como individuos irracionales. ¿Por qué? Porque nos dicen que no es lo correcto, nos han mentido durante mucho tiempo y nosotros hemos comulgado con ello. En una realidad en la que únicamente podemos aceptar una de nuestras facciones, negando la otra por vernos como extraños, como anormales dentro de una sociedad pulcra y fiel… Temibles palabras.
Somos muy complejos, tanto que nunca podríamos hacer agrupaciones perfectas. Sería imposible encontrar dos seres humanos idénticos y perfectamente compatibles; con las mismas inquietudes; deseos; pensamientos; ideologías; pasiones; prioridades… Tal es la diversidad que, de igual manera, se manifiesta completamente inviable la posibilidad de que dos personas converjan en perfecta sintonía en una única relación. Nunca nadie podrá satisfacer todas nuestras variables porque nunca nadie será igual que nosotros. Somos seres únicos y hasta que no entendamos esto no podremos vivir según somos. Únicos psicológica y físicamente, y no olvidemos que es justamente esto, la diversidad de lo humano, lo que nos hace increíblemente maravillosos.
Es por ello que tenemos más de un amigo. Necesitamos más de una mente para sofocar nuestras inquietudes, nuestros intereses y nuestra forma de entender la vida. Es la suma de muchas lo que nos hace sentirnos realizados. ¿Qué sería de nosotros si únicamente pudiéramos compartir la amplitud de nuestro intelecto con una única persona? Posiblemente viviríamos amargados, incompletos. Nuestra personalidad sería entonces un esbozo de lo que es.
Lo mismo ocurre con nuestra facción física, tenemos inquietudes y necesidades, con la diferencia de que con ella no somos consecuentes. Vivimos amargados, renegados, conscientes de una verdad a la que no podemos dar salida. Esta ansiedad genera en nosotros una frustración que se expresa bajo distintas formas. Una de ellas es la obsesión. Idealizamos el sexo cuando no es más que otra manera de comunicarnos.
La sociedad marca sus límites con el fin de dar forma a la coexistencia, de posibilitar la convivencia entre individuos tan dispares entre sí. Pero, siendo sinceros, ¿realmente es necesario este marco para poder convivir en sociedad?, ¿o es el miedo del ser humano a quedarse solo?, ¿a entender que nunca seremos perfectos?, ¿a tener que reconocer que las relaciones humanas son mucho más complejas (y a la vez maravillosas) que un simple anillo de casado?, ¿a vernos en la tesitura de decidir entre nuestro egoísmo posesivo y la necesidad de aceptar nuestra esencia natural? Porque, aunque mis instintos me lleven a comunicarme con más de un individuo, mi naturaleza me pide poseer a la persona amada. Cierto, ambas caras son una realidad de la misma moneda, y es en este punto donde tenemos que decidir cuál de las dos voces aceptar como filosofía de vida.
Los seres humanos, como cualquier animal, sentimos miedo. A otros semejantes, a la soledad, a la tristeza, a la felicidad, a nosotros mismos. Esto se manifiesta en egoísmo, en lo mío es mío y de nadie más, lo que nos genera seguridad, estabilidad y, en definitiva, confort. Aquí es donde debemos plantarnos. El miedo es una realidad y en nuestra mano está el manejarlo. Podemos apostar por el miedo o podemos apostar por la satisfacción de sabernos felices. Porque es aquí, en el conceder y no en el retener, donde radica la felicidad, no solo nuestra, sino también la de los seres a los que amamos. Aceptando que no somos perfectos, aceptamos que la felicidad de nuestros seres queridos no se limita a nuestra existencia, sino que abarca la suma de muchas.